Consisten en la detección de proteínas virales específicas del SARS-CoV-2 (proteínas N y S), habitualmente mediante inmunocromatografía. El fundamento es sencillo. La muestra debe obtenerse del tracto respiratorio, generalmente de exudado nasofaríngeo u orofaríngeo, en la fase aguda de la enfermedad.
Las principales ventajas son su rapidez (15-20 minutos), sencillez (no requieren un equipamiento especializado) y bajo coste. En el ámbito hospitalario podría usarse como cribado en pacientes con clínica compatible en la fase aguda de la enfermedad para aislar y tratar de forma rápida. Sin embargo, su baja sensibilidad (34-80%) desaconseja su utilización sistemática, porque un resultado negativo no indica necesariamente que no haya infección.
Detectan la presencia de anticuerpos IgM e IgG frente SARS-CoV-2 en una muestra de sangre, suero o plasma. Hay técnicas que detectan los anticuerpos totales y otros que diferencian entre IgM e IgG. En desarrollo están los test de detección de anticuerpos IgA, que podrían tener mayor sensibilidad para el diagnóstico. Aunque pueden utilizarse técnicas de quimioluminiscencia o ELISA, las más usadas en la actualidad son los test rápidos de inmunocromatografía (lateral-flow), que permiten un diagnóstico rápido utilizando sangre capilar obtenida del dedo del paciente.
Los anticuerpos IgM empiezan a elevarse aproximadamente 5-7 días tras la infección, aunque los test los detectan mejor a los 8-14 días. Pasados 15-21 días aparecen los anticuerpos de tipo IgG. Por tanto, la principal utilidad de estas técnicas es el diagnóstico tardío de la infección, cuando hay sospecha clínica, la RT-PCR es negativa y el paciente lleva más de 5-7 días de evolución de la clínica. También pueden utilizarse en casos asintomáticos (contactos, profesionales, residencias) para conocer su situación inmunológica.